En la Edad Media, los monjes copistas aseguraban que había un demonio llamado Titivillus que cambiaba letras y palabras en los textos. Nadie lo vio nunca, pero al hallar un horror gramatical en un libro, exclamaban: ¡Titivillus!
Este burlesco personaje desapareció con la llegada de la imprenta. No se habló más de él, aunque los errores, por desgracia, siguieron apareciendo. Y siguen.
A partir del siglo XX, quienes estaban a cargo de ediciones o impresos -o los mismos escritores o periodistas- culpaban de las erratas a los duendes, porque no podían concebir que hubiese aparecido: «Los españoles trajeron a América sus cerdos religiosos», en vez de «sus credos religiosos». Duendes irrespetuosos. Neruda, en «Crepusculario», dice: «Besos, lecho y plan». Apareció: «Besos, leche y pan».
Lo ciertos es que -como bien lo cuenta Mentessana-, ay, no hay duendes ni demonios. Las erratas son humanas. Y aparecen en un escrito para aguijonear al autor. Hubo uno que dijo que las erratas eran «las caries de la literatura».
La cuestión es que ayer, en el título principal de El Andino de la edición impresa, éste no coincidía para nada con el subtítulo. Era de verdad el título así: «Colocaba placa en cajero automático para «atajar» billetes», pero apareció como título: «Proponen aplicar una ordenanza a la Feria de «Las Pulgas». Más encima con el subtítulo «Fiscalía de Los Andes obtiene pena efectiva del Tribunal Oral en lo Penal», no había relación alguna. Y que pasó, simplemente que se metieron los duendes, aunque en todo caso debemos reconocer que las erratas son humanas. Así de claro. Por lo que pedimos las disculpas del caso. Felices los que por internet no supieron mucho de esto, porque en el transcurso de las horas todo quedó arreglado. Reiteramos las disculpas del caso por este error humano o bien de los duendes.
Para graficar aún más lo que ocurre con los escritos que se van a la imprenta, Mentessana recuerda lo siguiente, que es el eterno despertar de los editores que cuando se van a acostar, se quedan pensando en los títulos y no pueden conciliar el sueño.
Cuenta que cuando se iniciaba en estas lides de las letras, escribió un título en una viñeta. Cerca de las cuatro de la madrugada, despertó sobresaltado. «¡Cómo es posible! -me dije- Puse como título «Preconición y yo sé que la palabra es «Precognición. ¡No puse la letra g!» Aterrorizado, no pude dormir. Me levanté a las seis y media y corrí al quiosco más cercano. Compré el diario y con el corazón latiendo descontrolado, abrí la página y vi, con alegría desbordante, que el título que yo había puesto era: «Premonición…».
El Editor