Por: Eduardo Araya Segovia
Quiero agradecerte, Ángela, a ti… a Victoria, su esposa, a las demás hijas e hijos de Angelito y especialmente agradecer a Dios que me permite despedir y agradecer a mi querido y buen amigo Angelito Quiroga… por todo lo que aprendimos de ti y de tu importante legado, que es el orgullo de tu esposa y de tus hijos. Eras tan especial y tan versátil, Angelito, que creo que debemos agradecerte por las diferentes formas en que nos entregaste tu cariño, tu sabiduría y tu alegría de vivir. Voy a empezar con mi amigo Angelito el maquinista, de tu querida empresa de ferrocarriles, un orgullo para nosotros los andinos.
Un día que estábamos en clase de historia y tocamos el tema de nuestra loca y difícil geografía para la cual el ferrocarril era fundamental, al iniciar la clase, Angelito, levantaste la mano y comenzaste a hacernos una cátedra maravillosa de tus vivencias. Te recuerdo diciéndome: “Lalo, nuestro Los Andes nació a la orilla del riel”, y te lanzaste, Angelito, a contarnos una parte preciosa de la historia viva de nuestro Ferrocarril Trasandino y de nuestro Los Andes y de su gente.
Nos recordaste el sueño o más bien la “hermosa locura de los Hnos. Clark”, locura contagiosa que enganchó a varios presidentes de Chile, hasta que el sueño se hizo realidad, y tú, Angelito, todavía niño, llegaste a nuestro Los Andes del pueblito cordillerano de Río Blanco. Nos contaste que ese chiquillo campesino tenía una ilusión muy grande. Que había nacido mirando cientos de veces pasar el tren por los agrestes y rocosos campos de tu pueblo… y un día llegaste a la maestranza ferroviaria y así lo hiciste por varias jornadas, querías un lugar para ti, hasta que llegó el momento en que fuiste parte de ella. Con mucho orgullo nos contaste que comenzaste siendo “aprendiz de todo y maestro de nada… el junior y el goma en la pega”. Querías aprenderlo todo, y todo se te hizo fácil, de fogonero en la locomotora a ayudante de conductor, hasta cumplir con tu sueño: eras el maquinista… y agradecías a tus maestros y también a Dios porque ahora el que conducía la locomotora era el “chico Quiroga”, el que iba serpenteando con su lombriz metálica de máquinas y vagones… esos gigantes pétreos que constituyen el macizo andino. Y para que sus hijos lo sepan, en clase nos dijiste que era tu secreto el que de ida y de regreso al pasar por tu Río Blanco saludabas a todos tus amigos haciendo sonar pitos, bocinas y sirenas.
También con mucho sentimiento y melancolía recordaste a tantos andinos compañeros de trabajo tuyo que ofrendaron sus vidas en esas montañas por cumplir con su sagrado deber.
No puedo dejar de recordarte, Angelito, en las actividades de nuestro liceo vespertino lindo, grande y querido, cuando hasta los chiquillos raperos, reggaetoneros incluyendo a los góticos comenzaban a corear tu nombre: Angelito, Angelito, Angelito, gritaba tu barra. Me mirabas y yo sólo levantaba mis hombros y te decía con gestos “voz populi voz dei”, y te subías al escenario, tomabas el micrófono y nos tocabas el corazón con “pido permiso señores, que este tango habla por mí y mi voz entre sus sones dirá que el mundo fue y será una porquería en el 506 y en el 2020 y que siempre ha habido contentos y amargaos” o “que uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias”, o “¡te acordás hermano qué tiempos aquellos!
Eran otros hombres, más hombres los nuestros que los muchachos de antes no usaban gomina, Angelito. Nos enseñaste a querer el tango. Nos dijiste que el tango era más que música y poesía, que el tango era la vida misma, con sus sabores y sinsabores. Que el tango era la vida dando vueltas “como la hermosa rubia Mireya… cuando formábamos una rueda para verla bailar y casi nos suicidamos por ella”. Y después en lo que quedó, Angelito, terminabas de cantar y los chiquillos junto a tus profes hacíamos fila para darte un abrazo… a lo mejor eran otros tiempos, como lo dice la letra del tango.
Y no puedo dejar de agradecer al Dios del calvario, al Dios del perdón misericordioso, de expresarle mi gratitud, porque llegaste al vespertino a sacar tu cuarto año medio, al principio tenías miedo, y a los días ya dejabas de ser Don Ángel, y para los chiquillos y tus profes pasaste a ser simplemente “Angelito”, uno más de nosotros, con una gran y muy importante diferencia siempre nos regalaste tu cariño, tu don de gente y, especialmente, tu sabiduría. Fuiste licenciado con honores, el “mejor de la promoción”.
Angelito, hoy en tu partida a la eternidad, te hacemos un encargo. Sabemos que el Padre de los Cielos te va a recibir con los brazos abiertos y te va a decir “bienvenido, Angelito, y misión cumplida”. Tú debes decirle que ya está bueno de pandemia, que hemos aprendido varias lecciones, y que nos vamos a portar mejor. Descansa en paz, Angelito…