Por @rodrigosolo
La vejez es algo complicada. En las manos salen manchas y arrugas. Es como una maldita cuenta regresiva en que al mismo tiempo te avisa que la carrocería se va desvencijando.
El otro día puse mucha atención al caminar de mi papá. Mira el suelo, para no tropezarse. A veces me llama y me dice que cuándo nos vemos —siempre en momentos inusuales como una reunión o algo por el estilo—. No sólo dice eso, en algo tiene en común con mi mamá: ambos me dicen que me quieren. (A mí po, ¡el inquerible!)
Siento ganas de correr, pero sólo camino; quiero nadar, y sólo me da para un chapuzón. Pero ahora hago los almuerzos más largos, pregunto ¿cómo estás?, más seguido.
La vejez hace entender que si uno toma un libro de Bolaño debe estrujarlo, como también una novela policial de Jöel Dicker, una relectura de Nicanor, aventurarse en algo cabezón como Hamlet de quien tanto él hablaba —y falleció a los 103 como tuna—, significa, en todos esos casos, que ése es un libro menos qué leer, un día menos que vivir.
La vejez es heavy.
Yo suelo saludar a los abuelitos con más afecto que a mis co-generacionales. Filosofía china dicen, ahí radica la sabiduría.
Hoy cumplí 50, a nadie le importa más que a mí.
Pero haré algo distinto: llamaré a mis hijos y les diré que los quiero, sabiendo que me quedan menos días, años, décadas, para decir palabras que parecen tontas cuando uno es joven.