Ganador del primer lugar del Concurso de cuentos breves «Palabras a Los Andes», concurso enmarcado en la celebración del Aniversario 226 de nuestra ciudad.
Sentada sobre una frazada algo gastada, movía ágilmente sus manos alrededor del alambre. Como cada fin de semana, la joven vendía los aros confeccionados por ella misma en la Plaza de Armas. De Armas tomar. Terminando el nuevo par que se traía entre manos, algo angustiada notó que sus ventas iban muy bajas en comparación a otros días. La razón la tenía frente a sus ojos, tan sólo a un par de pasos de ella. Observaba fijamente esa mirada penetrante, inmóvil y color cobre que la analizaba desafiante; como si el hombre que estaba bajo el casco tan rojizo como su cara supiese, muy en su interior, que estaban en una especie de disputa, un conflicto que iba mucho más allá de lo económico.
El ruido de una moneda cayendo en un tarro, frente a los pies de él, interrumpió el momento, y poco a poco la figura estática recobró el movimiento por unos segundos, agitando la picota que tenía en sus manos, entre la risa de dos niños pequeños. Al detenerse nuevamente en su posición inicial, los ojos de ambos volvieron a encontrarse. Esta vez, las miradas habían abandonado en parte su dramatismo, como si los ojos de la estatua humana quisieran esbozarle a la mujer la sonrisa que su boca tiesa no podía entregarle.
Una señora de edad se acerca a comprarle un par de aros, pagándole con monedas. Se siente poderosa, tiene la capacidad de hacer que, por un momento, su –acaso- enemigo vuelva a la vida. Se pone de pie frente al hombre y suena el golpe de la moneda en el tarro. Lentamente comienza a moverse, sonriéndole escondido detrás de la pintura de su piel. “Me llamo…” – le dijo volviendo a quedar estático. Frustrada, pagó nuevamente por su dinamismo. “Ernesto, y termino aquí en una hora- agregó recuperando su posición inicial. La mujer volvió a su frazada a trabajar con su alambre, pensando en la información que su competencia le había dado.
La medianoche decoró de negro la Plaza, un hombre y una mujer caminan por calles contrarias. Quizás no se vuelvan a ver, pero no les importa, miran en dirección al cerro y ven en la punta la estrella roja que ilumina y que siempre estará allí observándolos a ambos, tal como lo acordaron. La joven abre la puerta de su casa, ingresando aún con manchas cobrizas en la comisura de sus labios.
Gustavo Pinardi.