Cuatro sorbos de agua

Cuatro sorbos de agua

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Por: Jorge Peña Lucero, Comunicador Popular

En el siglo XV los incas llegaron a nuestro valle y sometieron a los nativos, ellos eran los indios picunches, que poblaban la ribera del río en el valle. En 1535 Diego de Almagro llegó buscando riqueza a la zona central, en especial nuestro valle ya que sabía que en el río podía extraer oro, así lo hizo y al no poder encontrar nada se devolvió al Perú pero en sus escritos deja claro que al sector y al río, él le da el nombre de Chile. Con el paso de los años el valle y el río recibieron el nombre de Aconcagua.

Los que habitamos este valle debemos ser muy agradecidos por vivir en este valle Aconcagua donde el río del mismo nombre, nos da vida al entregarnos sus aguas para la agricultura, donde crecen las hortalizas, el trigo, alfalfa, árboles frutales, árboles frondosos para oxigenar el aire, etc. Los habitantes de Aconcagua somos unos agradecidos de la madre tierra ya que tenemos el “oro líquido” es como se le llama al agua por lo imprescindibles que es para nuestra vida sin ella no podríamos existir ya que cada día que transcurre se pone más escasa, ya que si la contaminamos y dejamos que se pierda en el mar, mucha gente morirá por no tener agua potable de buena calidad.

Gabriela Mistral, en un poema que titula BEBER, pone un poco de su vida en cuatro ademanes que son uno solo: el de beber agua.

Ella sabe como mujer errante, que fueron muchas las veces que le alargaron el agua en distintas latitudes, pero no las puede contar, porque eso pasaría en una lección de geografía y en lo mucho que le han dado.

En sus marchas por las tierras extrañas se siente sacudida por el paisaje, los frutos desconocidos, el habla opuesta y circundante, el bulto corporal y los rostros; y el agua la sorprende con su suavidad o crudeza, levedad o pesadez.

Se sabe que la intriga el zumo de los frutos, que ella considera como el alma del árbol; que se aviene con el coco antillano, hasta hacerlo allá su agua cotidiana; y que le embriaga el jugo de la piña, al que la tiene por la ambrosía.

Pero, un día solo cuatro sorbos se hicieron poema.

En el sorbo primero, cuenta la novedad de su cuerpo, bebiendo agua más allá de la ciudad de Los Andes, en una nevera andina, en un manadero virgen, cuyo hielo castiga la boca del bebedor.

El Sorbo segundo fue en un “ojo de agua”, en un pozo, tirado sobre el suelo, allá en México, donde un indio zapoteca, varón cortés, acudió a sostenerle la

cabeza y en el agua se reflejaba las dos caras y ambos eran como mellizos primitivos que bebían la misma agua; eran dos caras indígenas, la caxaqueña y la diaguita.

El sorbo tercero, un coco de agua, que recibiera en la Isla de Puerto Rico, ofrecido por las manos de una niña, sobre la costa claveteada de palma.

Y en él cuarto sorbo, largo muy largo, de estos cuatro sorbos es un o ofrecido a la poetisa por su madre. Es el agua acercada a la niña en una jarra, cuando volvía de trotar los cerros, allá en su Valle de Elqui. Y en ese allegar del agua la madre le entregó gestos y modos de comer, beber y convivir.

“Aunque para los más sea poco el dar agua porque valoricen solo dar alimento, la verdad es que, a la siesta, en ruta polvosa, y el sol vertical, llevar el agua a una boca cuenta tanto como servir una comida “de mantel largo” ya que la sed es peor que el hambre.” GABRIELA MISTRAL

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