Por Jorge Cienfuegos
Académico Escuela Química y Farmacia U. Andrés Bello
Desde que nuestro país entró al selecto grupo de países de la OCDE, es frecuente el compararnos con otras naciones miembros, ya sea en educación, salud e, incluso, en niveles de felicidad. Esto es algo bueno, pues promueve el espíritu de superación. Sin embargo, el uso excesivo de la comparación –donde la estadística es la herramienta más utilizada- nos entrampa en una cultura del check-list, donde terminamos simplificando todo, para permitir una revisión más fácil.
El problema es que nuestro deseo de mejoramiento continuo se transforma en algo similar a cuando vamos al supermercado. Sólo nos enfocamos en nuestro listado, obviando otras cosas que se encuentran presentes.
En el ámbito sanitario no es la excepción. Se vio reflejado de manera muy clara en la frase del ministro Mañalich: “Nuestro sistema de salud es uno de los mejores y más eficientes del planeta”, con la que fue blanco de críticas de manera transversal.
Los indicadores y las comparaciones internacionales (o a nivel personal incluso) poseen un riesgo detrás, al igual que cuando se formula una ley, tienden a ocultar la realidad o mejor dicho las diversas realidades, las cuales son más complejas y cambiantes que las simplificaciones mediante las que nos comparamos con otros. El riesgo de enfocarnos sólo en las comparaciones es terminar centrando nuestros esfuerzos solamente en cumplir/alcanzar/obtener indicadores que nos “certifiquen” como buenos o aptos ante otros, mientras dejamos de observar otras variables y elementos de nuestra propia realidad, tanto o más relevantes.
Las estadísticas, los indicadores y las herramientas utilizadas para mediciones deben estar al servicio de nosotros, y no transformarnos en esclavos suyos. Deben ser una guía, pero nunca un oráculo, ya que, pese a que siempre es bueno estandarizar y buscar la calidad de los procesos, es necesario que estos conversen con la realidad. Siempre la realidad supera la ficción.