Por: José Alberto López Álvarez, Profesor de Castellano
Miro a través de mi ventana. La tenue luz de este atardecer de abril, gris y mortecina, se cuela por las hojas y ramas del árbol del jardín. Sus hojas caen, leves, con movimiento ondulante y de expiración hasta tocar tierra y quedar ahí, quietas, formando la hojarasca como símbolo de completitud del ciclo de una vida. Pienso entonces en otros tiempos. No sé por qué me imagino el primer otoño del mundo, el primer beso otoñal de despedida, la primera lágrima de amor. El otoño y sus hojas me fugan hasta otros tiempos, cuando el hombre, según las mitologías, convivía con los dioses, con una visión omnipresente, cuando los ancianos eran respetados y protegidos, cuando las féminas, naturalmente hermosas e imaginativas, como rosas blancas, eran las almas gemelas de los hombres, cuando la palabra se sostenía por ella misma, con sinceridad profunda, sin necesitad de grabaciones, videos, ni medio de verificación concreto. Tiempos de cerebro y corazón, de razón y ternura. Y es que todo cae, como las hojas otoñales del árbol; pero esta sutil caída otoñal también me recuerda que la naturaleza tiene ciclos, que el hombre aún no ha descubierto al universo en su totalidad y que ciertamente viene un renacimiento de todo aquello que hace digna la existencia.
La hojarasca de mi jardín me recuerda que toda la naturaleza hierve en fertilidad y que aquello que ahora es desintegración, mañana será esplendor. Sí, con la muerte del capullo vendrá el despertar de la mariposa, signos de que una inteligencia omnisciente y plenamente consciente perpetúa la creación no obstante la inconsciencia humana; pero, aún siendo hijo de las estrellas, desde mi finitud humana, el ocaso otoñal cae en mi alma con una melancolía. Y es que nunca una transición de estación tuvo tanta poesía, ni tanto dramatismo, ni tanta sensación de una despedida. Recuerdo el ulular de la Mariposa de Otoño de Neruda: “Hoy una mano de congoja llena de otoño el horizonte y hasta de mi alma caen hojas”. ¡Qué hermoso crudo testimonio del pasar del tiempo! También se me viene a la memoria palabras de “Otoño” de Juan Ramón Jiménez: “Que noble paz en este alejamiento de todo: oh prado bello que deshojas tus flores”, ¡Qué magistral pincelada en el gran lienzo otoñal, empapado por ese sentimiento de aislamiento y reclusión espiritual, ese bendito beatus ille que rodeó al poeta durante toda su vida!
En estas divagaciones, recuerdo que el día se acuesta más temprano y que la noche, en su afán de conquistadora silenciosa de los minutos y horas, deja caer ya su manto sobre el jardín. Ahora se oye menos vida, menos retazos de ruido cotidiano, menos afán de cosas de un mundo ruidoso; es momento de guarecerse, tomar asiento y dejar, quizás soñado, pasar la vida.