Por: María Gabriela Huidobro, decana facultad de Educación, Universidad Andrés Bello
Hace 35 años, en 1982, Naciones Unidas oficializó el Día Internacional de la Mujer. Es 8 de marzo y la conmemoración ya parece formar parte de nuestra tradición, un rito propio del calendario anual. El problema con los ritos, sin embargo, es que pasan a constituirse en costumbres que se repiten invariablemente, corriendo el riesgo de caer en la automatización. Así, aunque este día se celebre cada vez con más fuerza y visibilidad -porque las demandas que carga han logrado hacerse parte de un debate público casi permanente- es posible que, al mismo tiempo, su valor e impacto vayan relegándose al nivel de la inconsciencia y al plano de lo simbólico. A ese plano que declara, que conmemora, pero que no siente verdaderamente lo que dice, escindiendo el nivel del discurso y de la política frente al de la práctica y de la sociedad.
El Día de la Mujer parece relevar la defensa de una cierta definición de mujer: un autoconcepto idealizado, una representación esencializada de lo femenino que la estereotipa en oposición al hombre y a lo masculino. Una imagen que bien representaba el ícono de #niunamenos, con el fondo del color rosado de lo mujeril, que paradójicamente lucha contra el sexismo, la diferencia y la estigmatización. Si lo que buscamos, en el fondo, es equidad, ¿cómo podemos conseguirla entonces por medio del establecimiento y la celebración de la diferencia?
Es difícil, si no imposible, hablar de la Mujer. Y en un día que, más bien, debe ser el de las mujeres, la atención debería orientarse a rescatar el lugar que cada una ocupa a diario, en sus múltiples roles, más allá del rito de la conmemoración y de las horas específicas durante las cuales recordamos exigir igualdad, ahora y para siempre. Es necesario pasar del plano del discurso y de los macro problemas ideológicos, al de la realidad cotidiana, al de la vida privada, profesional, social. Toda gestión a nivel político o legislativo, al igual que la celebración de este día, pueden tener sólo un efecto placebo si no se acompañan de un cambio cultural y educacional, que naturalice la consideración de la mujer, no necesariamente en cuanto tal, sino por el valor que tiene como individuo y como persona.
A propósito de la fundación que había creado para dar alimento a personas sin hogar, el francés Coluche decía: “Si en diez años más aún existimos, es que definitivamente hemos fracasado”. Toda iniciativa que surge para luchar contra una injusticia, debería aspirar a lo mismo: a desaparecer, una vez que haya logrado su cometido. Su reflexión bien podría extrapolarse para los esfuerzos que inspiran a esta conmemoración por las mujeres. No se trata de una jornada. Al menos, no podemos pretender eternizarlo en el rito de un solo día.