Hch 10,25-26. 34-36. 43-48; 1 Jn 4, 7-10; Juan 15, 9-17
Por: El Peregrino
La primera lectura de hoy es un resumen de un gran relato que Lucas, el autor de los Hechos, ha colocado en su narrativa en un momento álgido de la vida de la primera comunidad. Los discípulos, en Jerusalén, habían sido perseguidos por el nombre de Jesús; la comunidad había quedado limitada por la tensión que suponía el tener que doblegarse a las exigencias rituales y legales del judaísmo: ¿qué sería del nuevo movimiento, del «camino» que habían emprendido sus seguidores? Cada día se hacía más necesario que los discípulos rompieran ese círculo de la ciudad santa y se lanzaran por caminos nuevos. Pero es el Espíritu, como en Pentecostés, quien va a tomar la iniciativa para abrir el cristianismo a otros hombres y a otros pueblos.
El relato muestra la experiencia intensa de gozo, en la que pudieron notar la fuerza de la salvación que Dios quiere ofrecer, incluso a los paganos. Es el Espíritu del resucitado, pues quien lleva la iniciativa en la misión. Y es que la Iglesia, si no se deja conducir por el Espíritu, no podrá tener futuro. Los que acompañan a Pedro, judeo-cristianos, se asombran de que Dios, el Espíritu, pueda ofrecerse a los paganos. Pedro, es decir, Lucas, tienen que justificar que Dios no hace acepción de personas porque tiene un proyecto universal de salvación; de ahí que pida el bautismo para los paganos en nombre de Jesús, porque si el Espíritu se ha adelantado es para abrir caminos nuevos.
La segunda lectura, esta vez, es la que mejor va a interpretar el sentido del evangelio de este domingo. La carta nos ofrece una de las reflexiones más impresionantes sobre el Dios cristiano: es el Dios del amor. El amor viene de Dios, nace en él y se comunica a todos sus hijos. Por eso, la vida cristiana debe ser la praxis del amor. Si verdaderamente queremos saber quién es Dios, la carta de Juan nos ofrece un camino concreto: aprendiendo a ser hijos suyos; ¿cómo? amando a los hermanos.
El evangelio de Juan, en esta parte del discurso de despedida de la última cena de Jesús con sus discípulos, insiste en el gran mandamiento, en el único mandamiento que Jesús ha querido dejar a los suyos. No hacía falta otro, porque en este mandamiento se cumplen todas las cosas. Forma parte del discurso de la vid verdadera que podíamos escuchar el domingo pasado y, sin duda, aquí podemos encontrar las razones profundas de por qué Jesús se presentó como la vid: porque en su vida, en comunión con Dios, en fidelidad constante a lo que Dios es, se ha dedicado a amar. Si Dios es amor, y Jesús es uno con Dios, su vida es una vida de entrega.
Por ello, los sarmientos solamente tendrán vida permaneciendo en el amor de Jesús, porque Jesús no falla en su fidelidad al amor de Dios. Jesús quiere repetir con los suyos, con su comunidad, lo que Dios ha hecho con él. Jesús siente que Dios le ama siempre (porque Dios es amor) y una comunidad no puede ser nada si no se fundamenta en el amor sin medida: dando la vida por los otros. Dios vive porque ama; si no amara, Dios no existiría. Jesús es el Señor de la comunidad, porque su señorío lo fundamenta en su amor. La comunidad tendrá futuro si ponemos en práctica el amor, el perdón, la misericordia de los unos con los otros. Ese es el signo de los hijos de Dios.