Domingo 10 de Diciembre de 2017 II Domingo de Adviento Isaías 40,1-5. 9-11; 2 Ped 3,8-14; Marcos 1,1-8

Domingo 10 de Diciembre de 2017 II Domingo de Adviento Isaías 40,1-5. 9-11; 2 Ped 3,8-14; Marcos 1,1-8

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 Por: El Peregrino

El segundo domingo de Adviento está dominado por la figura de Juan el Bautista. En el Evangelio sobresale esta definición que él da de sí mismo: «Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor». Desierto es una palabra inquietante en nuestros días. Casi el 33% de la superficie terrestre está ocupada por desierto. Y la proporción va en pavoroso aumento a causa del fenómeno de la desertificación. Cada año cientos de miles de hectáreas de terreno cultivable se convierten en desierto. Cerca de 135 millones de personas se han visto alejadas de su sede natural, en los últimos años, por el desierto que avanza.

Pero existe otro desierto: no fuera, sino dentro de nosotros; no en los márgenes de nuestras ciudades, sino dentro de ellas. Es el agostamiento de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el anonimato. El desierto es el lugar donde si gritas nadie te oye, si yaces en tierra acabado nadie se te acerca, si una feroz bestia te asalta nadie te defiende, si experimentas un gran gozo o una gran pena no tienes a nadie con quien compartirla. ¿Y no es esto lo que ocurre a muchos en nuestras ciudades? Nuestro agitarnos y gritar, ¿no es también un gritar en el desierto?

Pero desierto aún más peligroso es el que cada uno de nosotros se lleva dentro. Justamente el corazón puede transformarse en un desierto: árido, apagado, sin afectos, sin esperanza, lleno de arena. ¿Por qué muchos no logran despegarse del trabajo, apagar el móvil, la radio, el compact disc…? Tienen miedo de hallarse en el desierto. La naturaleza, se dice, tiene horror del vacío (horror vacui), pero también el hombre rehuye el vacío. Si nos examinamos honestamente, veremos cuántas cosas hace cada uno de nosotros para no encontrarse solo, cara a cara consigo mismo y con la realidad.

Cuanto más aumentan los medios de comunicación, más disminuye la verdadera comunicación. Se acusa a la televisión de haber apagado el diálogo de la familia, y a veces esto es verdad. Pero debemos admitir que la televisión viene a menudo a llenar un vacío que ya está ahí.

El Evangelio, hemos oído, habla de una voz que un día resonó en el desierto. Proclamaba una gran noticia: «En medio de vosotros hay uno al que no conocéis, uno que viene detrás de mí, a quien no soy digno de desatar la correa de las sandalias».

Juan Bautista anuncia la llegada a la tierra del Mesías con palabras sencillas, se diría como campesino (la correa de las sandalias, la era, el aventador, el grano), ¡pero qué eficaces! Él recibió la inmensa tarea de sacudir al mundo del sopor, de despertarle del gran sueño. Cuanto una espera se prolonga, nace el cansancio, si avanza por fuerza de inercia. La idea de que algo pueda cambiar y llegar verdaderamente lo esperado parece cada vez más imposible (quien lo haya visto, recuerde el bellísimo «Esperando a Godot», de Samuel Beckett).

De esta espera se habló, durante siglos, en términos vagos y remotos: «En aquellos días…; en los últimos días…». Y he aquí que ahora se adelanta un hombre y con seguridad proclama: «Aquél día es este día. La hora decisiva ha llegado». Él apunta el índice resuelto hacia una persona y exclama: «¡He ahí el Cordero de Dios, el que bautizará al mundo en Espíritu Santo!» (Cf. Jn 1,29.33). ¡Qué estremecimiento debió recorrer a los que escuchaban!

El modo con el que Jesús hará florecer el desierto es precisamente el de «bautizarlo con el Espíritu Santo». El Espíritu Santo es el amor personificado y el amor es la única «lluvia» que puede detener la progresiva «desertificación» espiritual de nuestro planeta.

Debemos prestar atención también a un hecho alentador. Si nuestra sociedad se parece tan frecuentemente a un desierto, en cambio es verdad que en este desierto el Espíritu está haciendo florecer muchas iniciativas como igualmente oasis. Se han desarrollado, en estos años, decenas y decenas de asociaciones cuyo objetivo es romper el aislamiento, recoger las muchas voces que «gritan en el desierto» de nuestras ciudades. Tienen diversos nombres: «teléfono de la esperanza», «voz amiga», «mano tendida», «teléfono amigo», «teléfono verde», «teléfono azul». Millones y millones de llamadas al año. Son voces de personas solas, desesperadas, presas de problemas mayores que ellas. No buscan dinero (éste no pasa a través del hilo telefónico), sino algo distinto: una voz amiga, una razón de esperanza, alguien con quien comunicar. En la otra punta del hilo hay miles de voluntarios que escuchan, intentan dar un poco de calor humano y, si son creyentes, de ayudar a las personas a orar, a ponerse en contacto con Dios, que a menudo es lo que ayuda más.

Aunque no pertenezcamos a ninguna de estas asociaciones, todos podemos hacer, en nuestra limitación, algo de lo que hacen ellos. Teléfono, para empezar, tenemos todos. No esperemos siempre a que suene para percatarnos de que hay alguien que necesita de nosotros, tal vez no lejos. Especialmente con la proximidad de la Navidad.

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