1 Samuel 3, 3b-10.19; 1 Corintios 6, 13c-15a. 17-20; Juan 1, 35-42
El Peregrino
El pasaje del Evangelio nos permite asistir a la formación del primer núcleo de discípulos, del que se desarrollará primero el colegio de los apóstoles y a continuación toda la comunidad cristiana. Juan está aún a orillas del Jordán junto a dos de sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de Dios!». Los dos discípulos comprenden y, dejando para siembre al Bautista, se ponen a seguir a Jesús. Viendo que le siguen, Jesús se vuelve y pregunta: «¿Qué buscáis?». Le responden, para romper el hielo: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis», les contesta. Fueron, lo vieron y aquel día se quedaron con él. Ese momento pasó a ser para ellos tan decisivo en sus vidas que recuerdan hasta la hora en que ocurrió: eran cerca de las cuatro de la tarde.
En la segunda lectura, San Pablo ilustra un rasgo que debe caracterizar la vida del discípulo de Cristo: la pureza. «El cuerpo –dice entre otras cosas– no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo… Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo». Tratándose de un tema tan oído y vital para nuestra sociedad actual vale la pena dedicarle la atención.
Tal vez quienes son capaces de entender mejor el tema de la pureza son precisamente los verdaderos enamorados. El sexo se hace «impuro» cuando reduce al otro (o al propio cuerpo) a objeto, a cosa, pero esto es algo que un verdadero amor rechazará realizar. Muchos de los excesos en marcha en este campo tienen algo de artificial, se deben a imposición externa dictada por razones comerciales y de consumo. No es, como se quiere hacer creer, «evolución espontánea de las costumbres», es evolución guiada, impuesta.
Una de las excusas que contribuyen más a favorecer el pecado de impureza en la mentalidad común y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no vulnera los derechos ni la libertad de los demás, excepto, se dice, que se trate de estupro o violación. Pero no es verdad que el pecado de impureza acabe en quien lo comete. Todo abuso, dondequiera y por quienquiera que sea cometido, contamina el ambiente moral del hombre, produce una erosión de los valores y crea la que Pablo define «la ley del pecado» y de la que ilustra el terrible poder de arrastrar a los hombres a la ruina (Cf. Romanos, 7, 14 ss).
La primera víctima de todo ello son precisamente los jóvenes. Fenómenos tan reprobados, como la explotación de menores, el estupro y la pedofilia, pero también ciertas atrocidades cometidas no sobre menores, sino por menores, no nacen de la nada. Son, al menos en parte, el resultado del clima de exasperada excitación en el que vivimos y en el que los más frágiles sucumben. Lo mismo vale para ciertas tragedias de fondo sexual: destruidas las defensas naturales, aquellas se hacen inevitables.
Pero hoy ya no basta con una pureza hecha de miedos, tabúes, prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si cada uno de ellos fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un enemigo potencial, en vez de, como dice la Biblia, «una ayuda». Es necesario hacer hincapié en defensas ya no externas, sino internas, basadas en convicciones personales. Se debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone su trasgresión.
La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Cf. Mt 5, 8.), dijo Jesús. No le verán sólo un día, tras la muerte, sino ya ahora: en la belleza de lo creado, de un rostro, de una obra de arte; le verán en sus propios corazones.