Génesis 9,8-15 ; Carta de Pedro 3,18-22 ; Marcos 1,12-15
Por: El Peregrino
Las dos primeras lecturas de este domingo nos sitúan ante el bautismo. Este sacramento tiene, por una parte, el mismo efecto purificador que el diluvio; así como de las aguas del diluvio surgió una humanidad nueva, lo mismo ocurre con nuestro bautismo, nos purifica de un modo semejante, no sin dolor, no sin destruir en nosotros todo aquello que hace imposible nuestra relación con Dios, aunque con frecuencia nos resulte más atractivo que el Dios siempre atrayente, fuente de todo bien, belleza y felicidad, el único capaz de colmar los anhelos más profundos de corazón humano. San Pedro entiende el bautismo como impetrar de Dios una conciencia pura, que solo se alcanza por la resurrección de Cristo. El misterio pascual está presente de forma activa también en este sacramento. San Pedro no lo recuerda al comienzo del pasaje que hoy leemos: «Cristo murió por los pecados de una vez para siempre»; siendo el inocente por excelencia, murió por nosotros culpables. La razón de su muerte no fue otra que la de conducirnos a Dios. Esa es la meta del itinerario cuaresmal y de la vida cristiana en general: llevarnos a Dios; posibilitar una comunión de vida más estrecha con él. San Pedro menciona la intervención del Espíritu en todo este misterio. Gracias al Espíritu, Jesús fue devuelto a la vida. Gracias a este Espíritu fue a evangelizar a los espíritus encarcelados, es decir, a los espíritus de aquellos que en tiempos de Noé se rebelaron contra Dios. Donde está Jesús está el Espíritu. También nuestra vida cristiana está marcada por la presencia activa del Espíritu. Sin el Espíritu no hay vida cristiana, no hay sacramentos; el Espíritu guía nuestros pasos en el itinerario cuaresmal.
El pasaje evangélico de este primer domingo de Cuaresma recoge el episodio de las tentaciones. San Marcos nos ofrece una versión abreviada pero muy densa; incluso nos proporciona detalles que no encontramos en los otros evangelistas. Jesús se retira al desierto impulsado por el Espíritu. El desierto es, por un parte, un lugar donde la vida resulta difícil; pero también un lugar propicio para encontrarse con Dios. Por boca del profeta Oseas, Dios mismo dice que seducirá a su amada -es decir, a su pueblo elegido-, la llevará al desierto y le hablará al corazón. En el desierto Jesús vivió intensamente este contacto de corazón a corazón con el Padre, aunque no se le mencione en este pasaje. En esta Cuaresma Dios nos concede la oportunidad de imitar a Cristo intensificando nuestra comunión con Dios a corazón abierto.
En número cuarenta, que da origen a la palabra Cuaresma, está asociado en la Biblia a experiencias espirituales intensas: los cuarenta días y cuarenta noches del diluvio -evocados de algún modo en la primera lectura-, los cuarenta años de travesía por el desierto que el pueblo elegido realizó antes de llegar a la tierra prometida, los cuarenta días y las cuarenta noches que Moisés pasó en el monte Sinaí, los cuarenta días y las cuarenta noches que Elías caminó antes de llegar al monte Horeb. A diferencia del evangelio según san Mateo y según san Lucas, el de san Marcos parece indicar que Jesús no fue tentado solamente al final de estos cuarenta días de estancia en el desierto, sino durante todo ese tiempo.
Esta experiencia de desierto parece reescribir los primeros capítulos del Génesis, como si nos quisiera sugerir que con Jesús la historia se escribe de nuevo y con un signo positivo. Jesús marca un nuevo comienzo. Como en el paraíso también en el desierto hay armonía entre el hombre y la naturaleza. La convivencia pacífica entre Jesús y las fieras nos remite a la armonía que profetizó Isaías para los tiempos mesiánicos. Jesús vive también en contacto con los ángeles que le sirven. En Jesús no hay ruptura entre el cielo y la tierra.
Pero como en el Génesis también interviene Satanás para intentar arruinarlo todo, para introducir la ruptura, para tratar de apartar a Jesús del Padre. Aunque nada podrá arrancarle la serena certeza de que el Padre lo ama y nunca lo abandona. Jesús, como nuevo Adán, va a enfrentarse con el tentador, va a desenmascararlo. El primer Adán fue tentado cuando disfrutaba de la abundancia del paraíso recién estrenado; Jesús fue tentado cuando permanecía en la austeridad del desierto, donde carecía incluso de lo necesario desde el punto de vista material, cuando ayunaba. El primer Adán cayó, arrastrando tras de sí a toda la humanidad; Jesús venció, salvando a todos los que se unen a él. Satanás salió derrotado. De esta victoria depende nuestra salvación.
Este episodio de la vida de Jesús es capital para nosotros. Como decía santo Tomás de Aquino «todo lo que Cristo realizó en su carne fue salvífico para nosotros», también esta victoria sobre el tentador.
Al comienzo de la Cuaresma todos los cristianos estamos invitados a acompañar espiritualmente a Jesús en el desierto. Estos cuarenta días son para nosotros como una cura para habituarnos a Dios, para habituar no solo de nuestro espíritu, también nuestra carne a Dios, pues también nuestra carne tiene futuro, está llamada a la resurrección. Como Jesús, tendremos que confrontarnos con Satanás, a quien el Señor llama en alguna ocasión «príncipe de las tinieblas» o «príncipe de este mundo». El tentador aprovecha los momentos de debilidad, de cansancio o de angustia para hacernos caer en sus trampas. Pero tampoco los momentos de oración están exentos de tentación. Toda circunstancia puede ser propicia para tratarnos de separar de Dios. Como decían los antiguos, el diablo tiene envidia de los que tiende a lo mejor. Sólo amando intensamente al Padre ‒como hizo Jesús‒ podremos superar la tentación; sólo amando más al Padre que nuestro propio interés o que nuestras supuestas necesidades podremos resistir cualquier embate. El amor puede con la tentación. Si el amor es fuerte, no hay tentación que se le resista.