Domingo 18 de Marzo de 2018 V Domingo de Cuaresma

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- en Columnistas
1946

Jeremías 31,31-34; Hebreos 5, 7-9; Juan 12,20-33

Por: El Peregrino

El texto de Jeremías está inserto en un bloque literario y teológico que se ha llamado el «libro de la consolación» (Jr 30-33); y concretamente el de nuestra lectura litúrgica es una de las afirmaciones más rotundas del AT sobre la necesidad de una alianza nueva. Jeremías fue un profeta que le tocó vivir la situación más dramática de su pueblo (los babilonios estaban a las puertas de Jerusalén para destruirla) y al que la vocación de ser profeta no le vino precisamente como anillo al dedo, sino que fue lo más contrario a su alma («no quería arrancar para plantar»). La lectura del profeta Jeremías, en estos términos, se muestra como si solamente se hubiera empeñado en «arrancar», pero no en «plantar». No obstante, este libro de la consolación es una llamada a la esperanza y nuestro texto el cenit teológico de esa esperanza contra toda esperanza. El texto de hoy viene a continuación de una llamada a la responsabilidad personal (Jr 31,29-30) para poner de manifiesto que aunque cambien las cosas Dios mantendrá su promesa de salvación.

Nuestra Segunda lectura forma parte de una sección que, comenzando en Heb 4,15, nos muestra a Jesucristo como Sumo Sacerdote. Esta carta tan peculiar del Nuevo Testamento, que no es de San Pablo, aunque durante mucho tiempo se la atribuyó la tradición, nos ofrece en este caso una teología del papel de Jesucristo. El sacerdocio de Jesús, no obstante, tiene la innovación de no heredarse (como el de Melquisedec), sino que es nuevo, recién estrenado, capaz de conseguir gracia y salvación, para lo que el sacerdocio hereditario y ritual no era válido. Es el sacerdocio del Hijo de Dios, pero que habiéndose hecho uno de nosotros, padeciendo, llorando, comprendiendo nuestras miserias, siendo absoluta y radicalmente humano, en contacto con nuestra debilidad, nos introduce en el misterio misericordioso y amoroso de Dios.

El texto de Juan nos ofrece hoy una escena muy significativa que debemos entender en el contexto de toda la «teología de la hora» de este evangelista. La suerte de Jesús está echada, en cuanto los judíos, sus dirigentes, ya han decidido que debe morir. La resurrección de Lázaro (Jn 11), con lo que ello significa de dar vida, ha sido determinante al respecto. Los judíos, para Juan, dan muerte. Pero el Jesús del evangelio de Juan no se deja dar muerte de cualquier manera; no le roban la vida, sino que la quiere entregar El con todas sus consecuencias. Por ello se nos habla de que habían subido a la fiesta de Pascua unos griegos, es decir, unos paganos simpatizantes del judaísmo, “temerosos de Dios”, como se les llamaba, que han oído hablar de Jesús y quieren conocerle, como le comunican a Felipe y a Andrés. Es entonces cuando Jesús, el Jesús de san Juan, se decide definitivamente a llegar hasta las últimas consecuencias de su compromiso. El judaísmo, su mundo, su religión, su cerrazón a abrirse a una nueva Alianza había agotado toda posibilidad. Una serie de “dichos”: sobre el grano de trigo que muere y da fruto (v.24); sobre el amar y perder la vida (v. 25) (como en Mc 8,35; Mt 10,39; 16,25; Lc 9,24; 17,33) y sobre destino de los servidores junto con el del Maestro, abren el camino de una “revelación” sobre el momento y la hora de Jesús.

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