Miqueas 5,1-4ª ; Hebreos 10, 5-10 ; Lucas 1, 39-45
Por: El Peregrino
Su origen es desde antiguo, de tiempo inmemorial. Lo entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornarán a los hijos de Israel. El profeta nos invita a contemplar algunas realidades importantes: en primer lugar, la insistencia en que Dios tiene un plan desde siempre a favor de la humanidad y que ha decidido realizarlo en la historia a través de su enviado, de su Mesías, en la plenitud de los tiempos. Dios ha sido siempre el Señor de la historia y ha contado con la colaboración de los hombres. Este aspecto histórico de nuestra fe recorre todas las páginas del Antiguo Testamento. Es necesario dirigir la mirada al pasado para cimentar bien la esperanza del futuro. El plan histórico de Dios se apoya en buenos cimientos y arranca de raíces hondas, de tiempo inmemorial. Esta visión histórico-salvífica es central en la comprensión del plan de Dios. En segundo lugar, la referencia al «resto*.» En la comprensión a partir de la personalidad corporativa*, que constituye el cañamazo sobre el que se teje la historia de la salvación, en los avatares históricos por los que ha pasado Israel siempre ha permanecido una lámpara encendida, la esperanza de que un resto se salvará y mantendrá firme la realización del proyecto de Dios. En tercer lugar, el profeta alude misteriosamente a una mujer que dará a luz. Participa de la misma convicción que Isaías 7 cuando recoge el mensaje sobre el Emmanuel y anuncia que una joven (virgen) dará a luz. El realizador del plan de Dios será un hombre real y verdadero. Pero a la vez misterioso y desbordante.
El fragmento reflexiona sobre la misma encarnación: fue obra de un gesto generoso de obediencia y de amor. El autor de esta carta insiste en que con Jesús todo lo antiguo llega a su fin. Todo fue un anuncio de lo que acontecería en el futuro, en el momento del cumplimiento acabado del proyecto de Dios. Es necesario tener presente todo el conjunto de ritos expiatorios practicados en el tiempo de la antigua alianza. La multiplicación de los sacrificios no proporcionó al hombre el reencuentro con Dios. Era necesario volver a los orígenes de este plan: el momento de la creación. Jesús, con su sacrificio y con su muerte, restablecerá ese proyecto original. Por eso todos quedamos santificados por la oblación de su cuerpo hecha una vez para siempre. Ese es el sentido verdadero de la Encarnación y la última Palabra de Dios a favor de los hombres. En Jesús descubrimos el verdadero rostro de Dios. Todos quedamos injertados en la salvación por la obra de quien se hizo presente en la historia por este gesto de obediencia único e irrepetible (Jn 3, 16s; 1Jn 4,9ss). El autor de 1Jn saca la consecuencia: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. El autor de la carta a los Hebreos añade que ese amor se tradujo en obediencia y disponibilidad total al plan de Dios. Hoy como ayer esta palabra conserva todo su vigor. Los discípulos de Jesús estamos invitados a hacer presente en el mundo que la acogida de la Palabra de Dios, expresión de su voluntad amorosa y salvadora, sigue siendo una oferta válida para la realización completa de los hombres. La voluntad de Dios, de la que nace y arranca nuestra libertad, no la recorta sino que la ennoblece y la hace más auténtica.
María se puso en camino y fue aprisa a la montaña. El narrador sugiere al lector que recuerde el sentido de la montaña, sin más precisión. En la montaña, en el monte Sión, habita Dios. Y hacia esa montaña se produjo antaño una peregrinación con el arca de la alianza (en tiempos del rey David: 1Cron 13-16). María, la peregrina de la fe y la primera discípula de Jesús, se pone en camino. Lucas anticipa hasta los relatos de la infancia su teología y espiritualidad del camino. La significación simbólica del camino es anticipada y realizada perfectamente por María. Nos revela que el seguimiento de Jesús es camino que debe mantenerse con firmeza y fidelidad. María corre a casa de su prima Isabel para poner-se a su disposición. La entrada y la salida del Dios-Hombre está iluminada por el servicio a los demás: María, teniendo a Jesús en su seno, corre a servir a su prima. El propio Jesús dirá: No he venido a ser servido sino a servir y dar la vida. El supremo gesto de servicio es dar la vida en totalidad, dándola paso a paso. María se dirige a la montaña. Brota de labios de Isabel y de María la alabanza. Alabanza divina y servicio fraterno deben permanecer inseparables, para que ambos puedan llevar el marchamo de autenticidad. En este episodio ambas realidades —tan entrañablemente interpretadas y entendidas desde la kénosis de la Encarnación— no pueden separarse, porque se desvirtuarían. La alabanza divina daría la perspectiva auténtica del servicio; el servicio fraterno es la señal que autentifica la alabanza divina. Navidad significa ponerse en camino que va de Dios a los hombres, que se hace singularmente presente en Jesús, en todo como los hombres, menos en el pecado, y camino que va de nosotros a Dios, traducido en la obediencia a su plan y en la alabanza. Camino de mí a mi hermano traducido en servicio y en comunión sinceros, incluso hasta el don de la vida como respuesta al don recibido en la Palabra hecha hombre. Camino de mi hermano a mí acogido con franqueza y gratitud en el amor.