Ezequiel 34, 11-12. 15-17 ; ¡ Cor. 15, 20-26.28 ; Mateo 25, 31 46
Por: El Peregrino
Con la solemnidad de Cristo Rey ponemos fin al año litúrgico. Un año en el que hemos celebrado, compartido y vivido nuestra fe cristiana. Quizá, este domingo, y a la luz de la Palabra, debamos echar la mirada un año atrás y preguntarnos por cómo lo hemos vivido. ¿Cómo he cuidado de los que están a mi cargo? ¿He confiado planamente en que Jesucristo nos traerá la Vida? ¿Cómo he actuado con los que viven sufriendo junto a mí?
La primera lectura es uno de los discursos proféticos más valorados del AT, que se pronuncia en el momento del desastre del pueblo en el destierro de Babilonia. Es un oráculo de esperanza, porque el Dios de Israel ama entrañablemente a su pueblo. Pero las cosas han de cambiar. El profeta Ezequiel presenta la alternativa a los dirigentes de su pueblo, a los reyes, sacerdotes y clase dominante: el Señor será un pastor de verdad; un pastor que buscará una a una a sus ovejas, las cuidará, las curará si es necesario. El Señor de Israel no es un rey sin corazón, como los que hasta ahora condujeron al pueblo, sino quien sabe entregar su vida como verdadero pastor. Es verdad que hay pastores sin corazón; pero para ser buen pastor hay que dar la vida por las ovejas.
En la lectura de hoy, Pablo hace algunas precisiones comparativas entre Adán y Cristo, para poner de manifiesto que si ser descendientes de Adán implica necesariamente la muerte, y especialmente la muerte como negatividad, el creer en Cristo nos introduce en la dinámica de la vida verdadera, que la podríamos expresar así: no hemos nacido para la muerte, sino para la vida. Dios, en Cristo como primicia, nos ha revelado que su creación es tan positiva, que no caeremos nunca en la nada, aunque tengamos que pasar por la muerte; la hermana muerte nos lleva, necesariamente, a la vida que el Creador nos regala.
El evangelio de hoy, de Mateo, el que se conoce como el “juicio de las naciones”, está en conexión con la primera lectura en razón del papel de las ovejas y del futuro que les espera. Todo el mundo, toda la historia, pues, están bajo la acción salvadora y redentora del Señor. No es solamente Israel, el pueblo judío o en nuestro caso los cristianos, como ya lo ha manifestado antes (Mt 19,16-19).
Tendríamos que ver aquí una afirmación rotunda, atrevida en cierta manera: todos los hombres, sean creyentes o no, tienen que enfrentarse críticamente con el proyecto salvífico de Cristo. Y la pregunta podría ser, ¿qué criterios pueden servir para los que no creen en Dios ni en Cristo? Pues el mismo criterio que para los cristianos y creyentes: el amor y la misericordia con los hermanos. Ese es el único criterio divino y evangélico de salvación y de felicidad futura: la caridad y la ayuda a los pobres, a los hambrientos y a los desheredados. El juicio divino no tiene unas leyes que beneficien a unos y perjudiquen a otros, como a veces se da a escala mundial. Cristo, es el rey de la historia y del universo, porque su justicia es la aspiración de todos los corazones.