Eclesiástico 27, 4-7 ; 1 Corintios 15, 51.54-58 ; Lucas 6, 39-45
Por: El Peregrino
El libro de Ben Sirac nos ofrece una serie de sentencias de tipo sapiencial que quieren poner de manifiesto la importancia de lo que decimos, de la palabra, como fruto de lo que somos. La criba, el horno, la reflexión, el fruto del árbol son las imágenes de comparación de lo que verdaderamente tiene sentido. No es el oropel de lo externo, sino de lo interno y lo permanente lo que tiene sentido en la vida. La tiranía de la exterioridad es algo que el sabio no soporta. La sabiduría no viene de las cosas que se hacen o se sienten a medias. La sabiduría viene de lo más profundo. Por eso la palabra de sabiduría vale su peso en oro.
Esta lectura de San Pablo a los Corintios podría ser la que en este domingo sirva como clave interpretativa y como mensaje cristiano en el contexto de la eucaristía. Porque la eucaristía es el marco adecuado para celebrar el misterio de la resurrección de Jesús y de los muertos. El texto de Pablo podría completarse mejor con otros versículos anteriores del mismo capítulo que se ha venido leyendo durante varios domingos y, desde cuya perspectiva globalizante, ofrecemos esta reflexión. Pablo habla del paso de lo corruptible a lo incorruptible; de lo mortal, a lo inmortal. Aunque cada uno de los términos tiene su significación, y cada uno de ellos hay que entenderlos por su contrario; la realidad no es una descripción puntual de lo que somos y de lo que seremos, es una descripción totalizante. Es decir: aquí la corporeidad psíquica está determinada por la corruptibilidad, lo mísero y lo débil. No se trata de una maldición, de un modo de ser maldito, sino de ser tal como somos creados por Dios. Si no fuéramos así, no existiríamos; por lo tanto, no es algo que expresa negatividad radical, sino limitación creatural: seres vivientes, pero a los que les queda ser todavía seres pneumáticos, inmortales.
Este texto, final del sermón del llano lucano, nos invita a poner en práctica las palabras de Jesús. Se habla de una parábola, que en realidad son dos comparaciones (mashal, proverbio). En primer lugar la del ciego y en segundo lugar la del discípulo y maestro. Después vemos una construcción que se nos presenta como un paralelismo antitético, centrada sobre el árbol bueno y el malo (vv. 43-45), poniendo de manifiesto que todo árbol se valora de verdad por sus frutos. Ninguno puede dar un fruto distinto de su esencia: los higos no se buscan en las espinas, ni las uvas en los zarzales. Todo este conjunto es sapiencial, como el texto de Ben Sirac. Esto lo encontramos, aunque no exactamente así, en Mt 7, 1ss (el sermón de la montaña).
Aunque el cristianismo no es una religión de la perfección o de la efectividad malsana, no quiere decir que no se empeñe en la vida de cada día, en las relaciones humanas. El no juzgar a los demás no significa dejar pasar las cosas como si se estuviera proponiendo una «liberalidad» extrema. Vuelve a tener sentido que la «imitatio Dei» en la misericordia es lo que debe hacernos verdaderos hermanos. De hecho en estos dichos aparece varias veces el término «hermano». Y es para el hermano para quien se debe tener un corazón fraterno y abierto. El corazón es clave en la última de las comparaciones, sobre el fruto bueno. Porque es del corazón, hablando en términos bíblicos, de donde salen los frutos de nuestra vida. ¿Qué es lo que debemos tener en el corazón? Por decirlo en una sola palabra: misericordia. De ahí salen los frutos de nuestra vida para que los demás los recojan.