Josué 4,19; 5,10-12 ; “ Corintios 5,17-21; Lucas 15, 1-3. 11-32
Por: El Peregrino
La primera lectura pretende recordar un hecho bien determinado de la historia primitiva del pueblo de Israel cuando se celebró la Pascua, fiesta de la liberación, en Guilgal. Es la primera Pascua en la tierra prometida, para señalar que desde ahora se terminan los dones extraordinarios del desierto, como el maná, porque el pueblo no puede vivir exclusivamente de cosas extraordinarias, sino que tiene que vivir su fe en Dios, en Yahvé, desde la experiencia de cada día, de la lucha de cada día, del trabajo de cada día. La confianza en Dios no puede alimentarse de cosas que estén fuera de lo normal, sino que debemos acostumbrarnos a ver la mano de Dios en todos los momentos de nuestra vida.
La lectura pone como tema dominante la reconciliación a lo que Pablo dedica toda su vida apostólica, toda su pasión por Cristo. Eso es lo que él ha querido trasmitir a su comunidad frente a algunos adversarios que lo ponen en duda. El evangelio de Cristo, para Pablo, se centra precisamente en la reconciliación de todos los hombres con Dios; por ello da Cristo su vida y eso es lo que los cristianos celebramos en las Pascua, a la que nos prepara este tiempo de Cuaresma. La Pascua de Cristo abre, pues, una nueva era: la era de la reconciliación.
En este domingo nos encontramos en el corazón de la Cuaresma, y de alguna manera, en el corazón del evangelio de Lucas, que es la lectura determinante del Ciclo C del año litúrgico. En el corazón, porque Lc 15, siempre se ha considerado el centro de esta obra, más por lo que dice y enseña en su catequesis, que porque corresponda exactamente a ese momento de la narración sobre Jesús. La otras lecturas de hoy simplemente acompañan a la grandeza y radicalidad de lo que hoy se nos comunica en el evangelio. Por eso, el misterio de la reconciliación, diríamos que se expresa maravillosamente en el evangelio de este día: Lc 15,11-32. Esta es una de las piezas maestra de la literatura narrativa del Nuevo Testamento, y una maravillosa historia de amor de padre frente a egoísmos y rencores de hijos. Jesús, ante las acusaciones de los que le reprochan que le da oportunidades a los publicanos y pecadores, cosa que no entra en los cálculos de las tradiciones más exigentes del judaísmo, contesta con esta parábola para dejar bien claro que eso es lo que quiere Dios y eso es lo que hace Dios por medio de él.
Es toda una justificación y una defensa incuestionable de Dios, de Dios como Padre. Por eso no es, propiamente hablando, la parábola del hijo pródigo, del hijo que vuelve, del hijo que se arrepiente, aunque esto es muy importante en la narración y en su profundidad simbólica. Es la parábola del Padre, de Dios, que nunca abandona a sus hijos, que nunca los olvida. De ahí que algunos autores, con razón, han señalado que deberíamos comenzar a entender la parábola fijándonos en el hijo mayor; el que no quiere entrar a la fiesta que da el padre por haber encontrado a su hijo. Él, que siempre se ha quedado con el padre en la casa, tiene unos derechos legales que nadie le niega, pero le falta la capacidad del padre para tener la alegría de ver que su hermano ha vuelto. No tiene mentalidad de hijo, de hermano; es alguien que está centrado en sí mismo, sólo en él, en su mundo, en su salvación.