Isaías 43, 16-21; Filipenses 3, 8-14; Juan 8,1-11
Por: El Peregrino
El texto de Isaías recuerda el momento culminante de la actuación de Dios en el AT: la liberación de Egipto. Aquí, lo sabemos, el pueblo esclavo recibió su identidad en su libertad. Ese es el credo de su fe que se repite de generación en generación. No hay cosa más grande para el pueblo de Dios que recordar esa hazaña liberadora divina. Pues bien, eso se quedará en mantillas ante lo que Dios tiene que hacer por nosotros, por la humanidad, por la historia. Y el Dios que promete una cosa, la cumple. Será ese lenguaje simbólico de la liberación, del paso del mar, del agua y el maná en el desierto, el que se use para anunciar lo nuevo que hará con nosotros.
Este es uno de los pasajes más íntimos y personales del apóstol Pablo, nos habla de lo que supone para él “haber conocido a Cristo”; por Él todo le parece pérdida, por Él todo lo que en este mundo es esplendor, éxito, le parece nada, basura.
Conocer a Cristo, su evangelio, vivir en el horizonte de la fe pascual es haber encontrado el sentido de su vida y de la felicidad por la que luchó en el judaísmo. Ahora, dice Pablo, todo es distinto: no tiene que aparentar, ni justificarse a sí mismo, ni intentar ser el primero o el mejor… eso no vale para nada. Eso era lo que vivía antes de su conversión llegando, incluso, a perseguir a los cristianos por tratar de ser el primero de los judíos, como buen discípulo rabínico. Haber “conocido” a Cristo es haber experimentado la fuerza del amor de Dios. No olvidemos que conocer, aquí, no tiene el sentido de “gnosis” o conocimiento intelectual, sino el sentido bíblico y el daat Elohim de los profetas (Os 4,1.6; 5,4; 8,2 ; Jr 2,8; 4,22; 9,2.5 en oráculos de amenaza o bien de salvación: Os 2,22; Jr 31,34 o Is 28,8) experiencia de Dios, de lo santo; o la misma experiencia del amor entre hombre y mujer). Ahora ha sentido la verdadera liberación de todo lo que mata y esclaviza en este mundo.
El pasaje de la mujer adúltera (muy probablemente un texto de Lucas que en el trasiego de la transmisión de los textos pasó al de Juan), es una pieza maestra de la vida; es una lección que nos revela de nuevo por qué Pablo hablaba así al haber conocido al Señor. Porque, aunque el Apóstol se refería al Señor resucitado, en ese Señor estaba bien presente este Jesús de Nazaret del pasaje evangélico. El libro del Levítico dice: si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte (Lv 20,10); y el Deuteronomio, por su parte, exige: los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los lapidaréis hasta matarlos (Dt 22,24). Estas eran las penas establecidas por la Ley. No tendríamos que dudar de que Dios esto no lo ha exigido nunca, sino que la cultura de la época impuso estos castigos como exigencias morales. Jesús no puede estar de acuerdo con ello: ni con las leyes de lapidación y muerte, ni con la ignominia de que solamente el ser más débil tenga que pagar públicamente. La lectura “profética” que Jesús hace de la ley pone en evidencia una religión y una moral sin corazón y sin entrañas. No mandó Jesús buscar al “compañero” para que juntos pagaran. Lo que indigna a Jesús es la “dureza” de corazón de los fuertes oculta en el puritanismo de aplicar una ley tan injusta como inhumana.