Por: Roberto Grao Gracia
-Amigo Sancho, si en este país se tiene por normal que los hombres se enamoren de otros hombres y tengan ánimo para casarse y acostarse en la cama entre ellos, para disfrutar no sé sabe bien cómo (prefiero no saberlo), considero que ni tú ni yo tenemos ningún futuro halagüeño en él, o que acaso éste sea más tenebroso que, el que algunos dicen que fue el reinado de Witiza el penúltimo rey godo, porque a los dos nos gustan mucho las mujeres.
-Consideráis bien, Señor, porque a Vuesa merced le gustan mucho las mujeres y a mí me fascinan, hasta el punto de que sueño no pocas veces con ser rico y poderoso para poder seducirlas, porque, con éste mi físico que ostento, lo tengo experimentado y lo compruebo cada día, que me resulta muy difícil conseguirlo. Habrá que hacer algo, Señor. ¿Qué pensáis que debemos hacer? ¿Seguir la corriente y buscar amores de efebos que nos complazcan?
-Eso jamás, Sancho, ¡vive el Cielo! antes prefiero morir enamorado y frustrado de mi Dulcinea, que sorprenderme interesado por los atractivos de otro hombre, por muy bellos que sean. Lo cierto es que no sé muy bien cómo hay que luchar contra esa fuerte corriente que nos circunda, hasta tratar de ahogar nuestros más puros sentimientos por las compañeras que Dios nos puso en el mundo, para que no nos aburriéramos. Lo único que por ahora se me ocurre decir, es que, o están locos o equivocados ellos, o lo estamos nosotros.
-Pues yo, Señor, de ningún modo me siento loco o equivocado por albergar en mi corazón esos puros sentimientos hacia las mujeres que Vos decís, sino, muy al contrario, me siento muy a gusto y en mi sano juicio.
-Lo mismo pienso y siento yo, querido amigo y compañero Sancho, así que, aplícate el razonamiento y sigue tu camino como hasta hoy, que vas bien derecho.
-Muchas gracias, Señor, seguiré al pie de la letra el consejo que tan desinteresadamente me dais y os lo agradezco de todo corazón.