El alma de Chile está enferma. No es novedad, está claro. Nada que requiera de mucho análisis, ni mayor inteligencia o lucidez.
Es algo que simplemente se palpa, se huele, se sufre en cada bocinazo, en cada grito callejero, en los mensajes de texto destemplados, en cada mirad a desorbitada, en cada violencia desatada o solapada de los transeúntes, en cada pliegue de este pedazo de infierno de segunda categoría….
Y no es algo nuevo, estamos claros.
Herederos bastardos de las mezclas más tristes: la última colonia (apenas “Capitanía General”) de un Imperio que disfrutó durante siglos del mayor botín jamás logrado. Tierra maldita a la que llegaron sólo aventureros delirantes o los disidentes, criminales o herejes dispuestos a cumplir una condena en apariencia más inocua. Tropa de ingenuos que, luego de poner pie en este terruño, debieron enfrentarse a un pueblo guerrero, agresivo, desbocado, que jamás logró escribir una sola línea de texto, ni dejar de legado algo parecido a un edificio o monumento, y que sin embargo jamás permitió que extranjero alguno penetrara en sus tierras hostiles, lluviosas, impetuosamente salvajes.
Hijos de una Independencia a medias, fraguada en cofradías secretas y con agendas basadas más en reivindicaciones personales que en ideales libertarios universales, nuestra historia republicana se ha cimentado, en la práctica, sobre las mismas castas de poder de tiempo coloniales.
Una sombra de país, un remedo de territorio; apenas sostenido al borde de montañas infranqueables, de un océano feroz y de un suelo implacable, que cada cierto tiempo nos recordaba que nada humano es sólido, que nada construido por estos remedos de dioses permanecerá en el tiempo.
Somos herencia de esta pléyade de miedos, resentimientos, venganzas y traiciones soterradas, pobremente contenidas en un mestizaje siempre negado, siempre escondido y maquillado.
De ahí el permanente ninguneo a nuestros vecinos, a cualquiera que consideremos inferior, más evidentemente pobre, feo, indio (en el fondo, a nosotros mismos). De ahí el arribismo, la permanente necesidad de ser, de parecer otro, otra cosa, algo distinto, más alto, más rubio, más respetable. Pero siempre a contrapelo, siempre con mal gusto, con violencia, con patética violencia.
Cansa.
Cansa ver tanto agobio, tanta vida desmoronada, desbocada, viviendo a medias en una realidad apenas comprendida, en un bagaje pobremente asumido, víctima de presiones y dolores tan innecesarios, tan sin sentido.
Hablo no desde el análisis socio-político, ni desde la tranquilidad de la academia.
Hablo desde la trinchera, desde la visión del alma individual enferma concreta, desde el intersticio aquel en que la realidad aplasta más que cualquier dogma, cualquier teorema o estadística.
Este es nuestro país, nuestro Chile.
Con su alma enferma.
Con su ignorancia y su amnesia profundamente tristes.
No tengo respuestas.
No tengo soluciones.
Sólo esta descripción, que sí, es triste, es amarga y descarnada, pero que, al menos, me parece un punto de partida mucho más sensato y transparente que todas las historias (mentiras -perdonando la redundancia) que nos hemos contado y nos seguimos contando de nosotros mismos.
Por Felipe Zúñiga Herranz, Psiquiatra. MSP. MBA.