Por @rodrigosolo
Una vez entró a mi casa un ladrón.
Era media tarde, estaba mi hijo, Laura y su hija. El tipo entró por una ventana del baño, de ahí pasó a la pieza, hurgueteó cajones hasta que escuchó desde el segundo piso:
—¿Es usted, don Rodrigo? —gritó Laura.
El pelafustán entonces se escapó por la ventana, saltó luego la pared, pero —como un poco profesional— dejó una mochila amarilla, si bien recuerdo, con inclusive su tarjetón identificatorio en la cárcel de Valparaíso.
Robo no consumado en lugar habitado, así Io definieron los polis de San Esteban (ni imaginen si hubo huellas detectadas). Después hicimos lo de siempre, respaldar la denuncia en Fiscalía y nos citaron. Fue como un trámite, nos dijeron que el tipo sí tenía reclusión nocturna en el puerto, pero estaban tapados de laburo, que la verdad, aunque sí dejó su billetera, su movil, no valía la pena perseverar en un juicio, porque la sanción sería minúscula.
Por varios días le di vueltas al asunto, me imaginé lo que no sucedió: el tipo los amordazó a todos, le dio sus buenos combos a mi hijo, le rompió la nariz, tocaciones a las mujeres, les dijo cosas morbosas al oído, rompió mis libros, arrancó las teclas de mi máquina de escribir. Y no se llevó nada, el muy pajarón, cómo iba a saber que varios de los libros costaban treinta mil.
Un robo es una invasión. Si el tipo necesita trabajo que lo pida, pero que no entre a moradas ajenas, porque uno comienza a pensar con la imaginación cosas, conseguirse una arma en el bajo fondo y esperar al pillo en las afueras de su peña de siempre, la recurrente en su habitué de los días viernes. Luego hacerle guardia, y seguirlo a su casa, ver que abre la puerta, pasa a su baño y se sienta un rato.
Poco previsor, no se da cuenta que alguien abre la ventana.
Soy yo.