Por: Cristián Urzúa Aburto, Investigador Patrimonio Histórico-Cultural Línea de Patrimonio , Centro de Investigación en Turismo y Patrimonio
Cuando hablamos de bienes patrimoniales imaginamos grandes edificaciones que por su majestuosidad, belleza o importancia histórica merecen ser conservados y protegidos. Sin embargo, estos bienes son importantes porque forman parte de una herencia común de una localidad, un barrio o una agrupación, constituidas por personas de carne y hueso, quienes son en definitiva la fuente originaria de los valores patrimoniales. Y, es que hasta hace poco tiempo, la mayor parte del patrimonio cultural declarado correspondió a monumentos. Tiempo después se propuso cuidar barrios y zonas típicas, reconociendo así el valor de lo doméstico y la vida comunitaria. De este modo, en los últimos años hemos decantado a una visión más social y cotidiana del patrimonio cultural que incentiva la participación de las comunidades, democratizando así el ejercicio de la patrimonialización.
En otro tiempo fueron los profesionales los encargados de asignar los valores culturales: historiadores, antropólogos, arqueólogos o arquitectos, que al servicio del Estado decidían qué debía ser considerado patrimonio cultural y oficializado en leyes de protección. Hoy esta preocupación surge de la propia ciudadanía que observa cómo sus queridos barrios se desmoronan frente a una urbanización descontrolada que erige conjuntos residenciales donde se reproduce el individualismo y la segregación socio-espacial. En respuesta, se han articulado una serie de movimientos y centros de investigación que velan por la protección, defensa y promoción sustentable de los bienes patrimoniales.
Pero me gustaría dar un paso más allá diciendo que toda persona tiene su propio patrimonio cultural, su patrimonio personal o biográfico, constituido por aquellos vestigios, memorias y saberes íntimos, que dan cuenta de nuestra construcción como sujetos, con nuestras alegrías y penas, con sus hitos fundacionales y revoluciones internas, con lo aprendido y lo enseñado, sucesos y procesos que, junto a otras subjetividades, van formado aquella enmadejada red que se llama Historia. Nuestra identidad individual expresada en dichos objetos y memorias, por su carácter único e irrepetible, es valiosa por derecho propio.
La única forma de trascender a la muerte será por aquella huella dejada en el efluvio del tiempo, a partir de registros (escritos, sonoros, visuales), impresiones que en otros dejamos (el recuerdo) y en el encadenamiento de efectos que nuestras acciones dejarán a la posteridad (nuestras obras); en definitiva, testimonios de nuestra vida, hasta desaparecer al fin en una segunda muerte, cuando no quede ya ni un vago eco de quienes fuimos. Para la conservación de esa memoria es importante dejar un registro, para que nuestros descendientes conozcan la singularidad de esa existencia única e irrepetible.
Decían los antiguos que recordar significaba “volver a traer al corazón”, y las cosas, como instrumentos del recuerdo, resucitan vidas desde el amanecer de los tiempos.