Por: Hno. Ángel Gutiérrez Gonzalo
Hace tiempo leí un libro escrito por Carlos G. Vallés, padre jesuita, titulado:“SALIO EL SEMBRADOR…”
Este libro, recoge parábolas de todo tiempo y lugar para actualizar ante la mente moderna al mensaje eterno. Y repite con plegaria ferviente y profundo respeto el deseo redentor del Maestro de las parábolas: “Quien tenga oídos para oír, que oiga…”.
La parábola es un género literario en el que la enseñanza es dada a modo de relato dramatizado basado en la vida real.
Hoy quiero recrearles con la parábola que nuestro autor denomina: “El precio de una sonrisa”. Y dice así:
“Mamá, ¿por qué pones una cara tan bonita en la tele y tan mala en casa?, preguntó la niña pequeña a su madre, conocida presentadora de programas de televisión. “Porque en la tele me pagan por sonreír”, contestó con sinceridad espontánea la estrella, cuyo rostro todos conocían. “¿Y cuánto habría que pagarte para que sonrieras en casa?”, preguntó la niña inocente. Y a la popular estrella se le saltaron las lágrimas”.
En una entrevista que hicieron a esta célebre presentadora de televisión, declaró lo siguiente: lo que más me cuesta es el contraste entre la imagen que de mí proyecto en la pantalla y la realidad personal con la que tengo que vivir en mi casa.
“La gente conoce solo mi rostro de la pantalla y se creen que yo siempre soy así. Pero no lo soy. Al contrario, tengo que desahogarme en la vida privada de todas las tensiones del sonreír y decir las cosas graciosas durante las dos horas que dura el programa. Y la gente se resiste a admitirme tal como soy, porque quieren que sea como aparezco en la pantalla.”
Apreciados lectores: Todos nosotros tenemos nuestra imagen que hemos proyectado a través del trato y la conversación, reacciones que nuestros amigos conocen y archivan en su mente, y esperan que sigamos siendo como aparecemos en esa imagen, que ellos conocen y exigen que nosotros respetemos. Esa es la gran esclavitud de la imagen. Nos obligan a sonreír como sonreímos en la pantalla, a decir lo que esperan que digamos. Hace imposible el cambio e impide la espontaneidad. Hace difícil la vida doméstica de la célebre presentadora de televisión.
La sociedad nos inmoviliza con sus exigencias de rutina repetida y esperada, y a nosotros, por comodidad, por miedo, por vergüenza, nos cuesta cambiar de imagen, y preferimos seguir en el surco fijo de la costumbre adquirida. “Somos esclavos de nuestra imagen, y nuestra vida entera se resiente de ello”.
¿Saben cuál es la gran liberación del hombre y de la mujer? La liberación de la propia imagen, la ruptura del molde, el salirse de la pantalla.
Aprendamos a sonreír en casa. Aunque se rompa la sonrisa de la televisión. Vale mucho más la sonrisa de casa.