Por: Hno. Ángel Gutiérrez Gonzalo
Gracias a la ciencia y a los avances de la medicina, se ha logrado en los últimos decenios, alargar la duración media de la vida humana.
Al hablar de la “tercera edad”, incluimos a una considerable porción de población mundial. A esta nutrida legión de “youngold” (ancianos jóvenes como los definen las nuevas categorías de la vejez establecidas por los demógrafos, que fijan su edad entre los 65 y los 75 años), se añade la de los “oldestold” (los “ancianos más ancianos”, que superan los 75 años), una cuarta edad cuyas filas también están destinadas a aumentar progresivamente.
“Ponte en pie ante las canas y honra al anciano, así expresarás respeto a Dios”, dice una sentencia del libro del Levítico.
No siempre resulta fácil suscribir la sentencia cuando, al verse uno reflejado, comprueba el grado de deterioro físico y mental al que se puede llegar, y en ocasiones, manifestamos el deseo de no vernos en tales circunstancias. Estar así no es, ciertamente un privilegio.
Y con todo, vivir largos años sigue siendo una esperanza, porque la otra posibilidad, además de estar a nuestro alcance o tocarnos sin buscarlo, es morir joven.
En todo caso, convivir con los adultos mayores no sé si hoy es un lujo que no muchos se pueden permitir, una decisión que no muchos están dispuestos a tomar o una posibilidad real que conlleva esfuerzos y gratificaciones.
Convivir con los ancianos supone, efectivamente, como cualquier otro tipo de convivencia, esfuerzo. Conlleva hacer las cuentas con los límites y organizarse la vida para salir al paso.
En una sociedad eficientista como la nuestra, los ancianos nos recuerdan que vivir no es sólo correr o hacer. Nos muestran, con su saber estar sin hacer nada, que vivir es también darse espacio a sí mismo y saborear el propio presente y el pasado. Con la soledad que vemos marcada en el rostro de muchos, los ancianos nos recuerdan que nadie vive por nosotros y que todo es efímero.
Acostumbrados a vivir muchas muertes, a experimentar muchas pérdidas, los ancianos nos ayudan a familiarizarnos con la contingencia y la finitud de todo.
La caída de tantas barreras del súper yo, hace que los ancianos sean lugar para mirar y aprender a vivir sanamente esas cosas que tienen valor en la relación: la mirada limpia, el silencio, la palabra, la proximidad concentrada en el contacto físico, en el abrazo y en el beso.
Y la nostalgia, esa compañera de los ancianos, nos invita a valorar el encuentro como verdadera oportunidad.
Convivir con los ancianos nos enseña, en todo caso, que hay un tiempo para todo: también para descansar, dar paso a otros y soñar con un nuevo amanecer distinto y una libertad que rompa los horizontes próximos.