Por: Palmira Ramos Cruz, Profesora-escritora
Serán las palabras que transcurrirán en los mensajes del devenir cotidiano las que dejarán sus huellas en la historia de nuestra educación chilena, el emblema del sueño de todo pedagogo que anhela realizar en el aula su trabajo sin ser interrumpido por la demencial muralla del olimpo creado en los subterráneos de los mitos que enloquecen la misión más sagrada de la sociedad. ¿Qué recuerdo lleva en sí nuestra educación? Aquellos que buscaron ideales para engrandecer la incipiente sociedad de la independencia en el entonces 1810, hicieron lo que se podía construir, pese a las luchas internas de las ideologías que surgían en las creencias cinceladas en el sonido nupcial de la fraternidad.
Chile se enamora de su geografía y surge en aquella cultura innata donde la sangre de los pueblos originarios aún tenía olor a sueños sagrados de la Pachamama que danzaba a los espacios siderales de sus propias entrañas. La educación se fue formando con dolor y esperanza, con llantos y sonrisas de una nación mestiza que latía en toda su gestación. No fueron los tiempos de la comprensión humana que respeta dignidad de lo que hoy llamamos identidad, no fueron los tiempos de ser más que la temporada de incertidumbre que no deja de crear su maestría en la sobrevivencia de una potestad histórica, de linajes ancestrales que vienen a sentirse en cada silencio de la humanidad donde la educación se torna como un sueño en poesía errante, para volver a descubrir patrimonios que nos hablan de la historia que no siempre queremos recordar.
Será la educación la transformadora de la esencia humana cuando las palabras se escriban con verbos conjugados en modo indicativo, aunque sea un pretérito imperfecto que quiere transmutarse en un modo potencial para construir las dudas de los dogmas indomables que conforman nuestros paradigmas culturales. La educación será esa poesía que mire su alma para que su ser vivo llegue a la conciencia de la naturaleza que nos habla a gritos con su voz aguda y grave en el vuelo de los cóndores andinos donde la cordillera imponentemente majestuosa se arrodillará a la felicidad del edén.
La educación en poesía es una escuela personal de cristales que verán más allá de las piedras y los animales, los cauces milenarios de los ríos que no llegan al mar seguirán aunando pensamientos para leer la prosperidad de la avaricia en las manos del egoísmo que nos enluta cada día. No se culpa ahora a un dios de los males de nuestra cultura, no se cree en aquel espíritu alado que recorre la historia para resucitar en un estrado de estrellas ni dimensiones cósmicas, no podremos apoyarnos en ese sentimiento de culpa ante el advenimiento de una educación que no renace ni quiere ser más parte de esta sociedad humana, dado que marginada en un rincón se siente desprotegida de su poder innato de formar virtudes propias de su sabiduría.
Ignoro si es válido ser en medio del urbanismo que nos inspira sometimiento en el quehacer de los días, ignoro si la propia razón podrá hacer su independencia para contener las emociones de la violencia social, ignoro las pesadillas de las conciencias que se menoscaban en el abismo sin piedad. Tal vez, la educación sea la única mirada de humanidad que nos quede para comunicarnos en una sociedad que se niega a valorar el protagonismo de las virtudes que pueblan el alma colectiva esperando que alguien diga “Levántate y anda”.