Por: Hno. Angel Gutiérrez Gonzalo
La dignidad de la persona se encuentra amenazada por algunos de los rasgos más sombríos de un cierto modo de pensar y de vivir que se hace pasar por moderno y desarrollado.
Cuando el mundo se organiza a partir del individuo y del intercambio de bienes materiales, la persona queda a merced del utilitarismo y del tecnicismo que valoran más el bienestar, el placer y la eficacia productiva de artefactos de trabajos o bienes de consumo que a las propias personas en sí mismas.
Una organización así del mundo se halla sujeta a “estructuras de pecado” (Cf.Solicitudo rei socialis 37) que es necesario denunciar y combatir.
Los signos que genera dicho modo de vida y de pensamiento son preocupantes. Se produce una identificación creciente entre la vida misma y la llamada “calidad de vida”, categoría ésta, medida sobre todo, por criterios de bienestar físico, de posesión y de prestigio social.
Según esto, la vida débil, enferma o sufriente no podría ser en modo alguno una “vida con calidad”.
Así se comprende que la eliminación de estas vidas entre, al parecer sin problema alguno, dentro de los cálculos de quienes administran la “calidad de vida”: en el caso de los no nacidos, los padres sobre todo; en el caso de los enfermos finales, el mismo paciente o los agentes sanitarios. Todo ello comparado por unos supuestos derechos y sus correspondientes regulaciones jurídicas. He aquí el entramado que ha merecido con toda razón el nombre de “cultura de la muerte” (Cf. Evangelium vitae 12).
No me cabe la menor duda que: una sociedad que desprecia a los débiles y atenta contra sus vidas está bien lejos del verdadero humanismo. Cuando en los planes económicos, políticos o sociales la vida humana llega a contar como un bien físico más, equiparable a otros;
cuando bajo la fórmula de un derecho a la vida reconocido a “todos” se ocultan restricciones para quienes no pueden defender su inclusión en ese “todos”; cuando tales exclusiones se hacen por motivos políticos de plausibilidad social; cuando no se enfoca la educación como un robustecimiento de los valores y de las virtudes, sino como el fomento de una falsa libertad desfinalizada y desorientada, concebida prácticamente como la realización de cualquiera de los propios deseos; entonces nos encontramos ante los preocupantes signos de una “civilización de la muerte” (Cf. Carta a las familias Gratissiman sane 21) que ha de ser denunciada y combatida.
Como seguidores de Cristo, difundamos y anunciemos el Evangelio de la vida estrechamente unido al Evangelio del matrimonio y de la familia. La familia evangelizada es la mejor amiga de la vida del ser humano.
Donde la vida de cada hombre es respetada y amada de verdad, allí florece la “familia como auténtico santuario de la vida humana”.