Por: Ana María Zlachevsky, decana de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central
Estamos viviendo una época que jamás imaginé presenciaría. Las mujeres, en especial las jóvenes chilenas, se tomaron las calles diciendo “¡se acabó! ¡basta!” al trato desigualitario y a la falta de respeto con la mujer.
Desde que Dios habría establecido un pacto con Abraham dando origen a la cultura judeocristiana, hace 5778 años del calendario hebreo, las mujeres hemos vivido siendo lo que Simone de Beauvoir llamó en 1949 ‘El segundo sexo’. Las jóvenes chilenas de hoy no sólo dicen basta y salen a las calles a luchar por sus derechos, sino que exigen igualdad.
En este contexto surge en mi memoria otro movimiento que encabezamos las y los jóvenes universitarios(as) durante la segunda mitad de los años sesenta. En esa época, el sistema universitario -compuesto por ocho planteles- experimentó un profundo y extenso cambio. El lienzo ubicado en el frontis de la Universidad Católica que decía “El Mercurio miente”, es un símbolo inolvidable. La efervescencia estudiantil, junto a movimientos de distinta índole, culminó, en el mundo universitario, con la reforma que estableció una nueva forma de administración del poder centrada en la participación tripartita de la comunidad universitaria. Entre 1967 y 1968 las universidades se encontraron desafiadas a cambiar. Las juventudes universitarias de entonces, apoyadas por algunas(os) docentes, fuimos escuchadas. Nuestro movimiento era eco de lo que pasaba en otros países y nos sentíamos identificados e identificadas con lo que se llamó ‘Mayo del 68’ en París. Los y las jóvenes cambiaríamos el mundo y las relaciones de poder existentes hasta entonces.
No obstante, la utopía chilena tuvo su fin, que, ni en las peores pesadillas habríamos imaginado: el golpe de estado del año 1973. La reforma universitaria fue interrumpida, de manera brusca y brutal. La intervención militar, la ‘limpieza’ de docentes marxistas en las casas de estudios y la eliminación de varios programas universitarios, especialmente en el área de las ciencias sociales, tuvo y tiene consecuencias que aún persisten después de 50 años.
Estamos en un momento histórico, único, en el que tenemos la posibilidad de detenernos y tomar conciencia que podemos co-construir entre todos y todas un mundo en el que nos guste vivir, en el que todos tengamos cabida. Nuestras juventudes nos desafían a nuevas formas de relación, en la que la diversidad no solo sea aceptada, sino que valorada. En las que exista un espacio relacional de consideración para cada una de nosotras y nosotros, en nuestra calidad de personas, independiente de la situación económica, la raza o la orientación sexual.
La diferencia es uno de los grandes recursos sociales, en tanto permite la complementariedad, la creatividad y la convergencia de formas distintas de pensar, vivir y convivir. La tarea es compleja porque debemos de-construir casi seis mil años de historia, de hábitos de comportamiento, de cotidianos oprimidos, de micro políticas de sumisión; pero, como dicen las jóvenes de hoy, “¡vamos, que se puede!”. Es un desafío estimulante que bien vale la pena vivir.