Por: Cristián Fuentes V., académico Escuela de Ciencia Política, Universidad Central
Tal como el ministro del interior francés Gaston Defferre envió al Parlamento en 1981 las leyes de descentralización y se jugó a fondo por su aprobación, abriendo una nueva etapa en el país que había inventado el Estado unitario, los gobiernos no pueden desentenderse de una reforma tan importante, dejando al Legislativo la responsabilidad exclusiva de su tramitación.
Es cierto que la presidenta Michelle Bachelet está cumpliendo su compromiso, poniendo suma urgencia al proyecto que permitirá elegir directamente a los gobernadores regionales, pero faltan todavía buena parte de los cambios necesarios para repartir de manera más equilibrada el poder en Chile, facilitando recursos, competencias y capacidades para que los entes territoriales puedan decidir e impulsar su propio desarrollo.
Por ello, el Ejecutivo no puede dejar librada a su suerte un conjunto de iniciativas que requieren su convencimiento y apoyo constante, puesto que es el único que tiene la fuerza para remover cualquier obstáculo y persuadir a los indecisos. Aquí no resulta decir: “nosotros hicimos lo que teníamos que hacer, ahora les toca a ustedes”.
Para transformar a la sociedad se necesita disciplina y liderazgo, así como para sostener en el tiempo esas modificaciones se precisa una amplia participación de la población. Una no es posible sin la otra y, para las dos, es imprescindible la decisión de quien representa en su instancia más alta a la soberanía popular, sobre todo en un sistema tan presidencialista como el nuestro. Más aún cuando el Congreso chileno se muestra tímido y poco entusiasta.
La dinámica descentralizadora no habría sido exitosa en Francia sin una mayoría política que lo sustentara. En aquella experiencia fue la coalición de socialistas y comunistas –que en nuestro caso debiera representar a la Nueva Mayoría– la principal impulsora, a pesar de que muchas veces aparece la derecha opositora como la principal defensora.
Sin embargo, la supuesta transversalidad que pareciera concitar el respaldo a esta propuesta, se invierte cuando priman los temores de los partidos y del centralismo a perder control e influencia. Es precisamente en ese momento donde La Moneda debe involucrase con mayor decisión, así como la ciudadanía debe presionar a sus representantes para que sean consecuentes con el mandato democrático del que son depositarios.
Queda todavía un largo camino por recorrer, aunque no hay vuelta atrás incluso si el proceso se estanca. Los avances y retrocesos –que naturalmente pueden ocurrir en mutaciones tan complejas como éstas que involucran no solo estructuras sino también costumbres, hábitos y mentalidades muy arraigadas– deben ser considerados como fases de un transcurso continuo, cuya base es una alianza estratégica entre el Estado y sus ciudadanos, dispuestos a persistir en la promoción de objetivos comunes, sin que una dificultad coyuntural debilite la voluntad puesta en esa tarea.
Por cierto, las palabras se las lleva el viento si no se acompañan de actos que las conviertan en hechos concretos.