Los Andes, la tierra prometida

Los Andes, la tierra prometida

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Como cada mañana, encendí el televisor por inercia y me senté frente a una taza de té y dos mitades de naranja. Escogí la silla que quedaba de espaldas al matinal, como un acto de resistencia. Me miraba en el reflejo oscuro de mi brebaje cuando oí, sin prestar mayor atención, que habían encontrado un cuerpo sin vida en la vía pública en Santiago. No le di importancia. Vi el reloj, serían las 9:30 am, el momento de cambiar de canal, pues viene el horóscopo y, como buena tauro, soy escéptica.

Al apuntar el control remoto al televisor pude ver su foto. Harapos y una falda decorando su cara de pocos amigos, un libro bajo el brazo y sus codos apoyados en un carro de supermercados. Nos dejó el Divinísimo, pensé. Corrí hasta mi biblioteca y busqué frenética. No encontré libros, encontré un pasado. Cerré los ojos, pero abrí una tapa. Cerré un libro, pero abrí los ojos y estuve allí, sentada en el borde de la pileta de la Plaza de Armas, un sol abrazando duro mi cuerpo y su cara. Siempre su cara. El reloj de la Iglesia Santa Rosa estaba detenido.

Este lo escribí durante la noche que llovió en verano, me dijo con su mueca histriónica mientras apuntaba a un par de hojas sueltas. El título habla de los Nazis, pero leyendo entre líneas entenderás que en realidad me refiero a Los Andes, la tierra prometídisima, agregó. Hoy no tengo plata, Anticristo, me excusé.

Sacó un lápiz mordisqueado y lo firmó. Es un regalo, niña, no nos pondremos imperialistas a estas alturas, me dijo. Lo dedicó para Nadia. Cada texto que le he comprado, o me ha regalado, ha tenido un nombre distinto que me ha otorgado. Mi propio bautizo. Bendecidísima. Reacciono. Tengo el libro en mis manos, parada frente a mi biblioteca. La bandera de la portada, hecha de papel lustre, ha desteñido sus colores. Ahora vamos con Sagitario, escucho de fondo desde la televisión. Saco todos los libros escritos por él, por el Divino Anticristo. Los ordeno por año de publicación. Tres los compré en la plaza, dos los compré afuera del hospital, y uno vino a dejármelo a la casa, aunque nunca le dije donde vivía. Todos están firmados. Me dan ganas de llorar, lo imagino muriendo solo en alguna avenida de la Capital. Leo las dedicatorias, son para Verónica, Irene, Rosa, Guadalupe, Elisa y Nadia. Todas son la misma persona, soy yo. Recuerdo nuestro último encuentro, cuando fui Nadia. “Pero leyendo entre líneas entenderás”, me había dicho. Miré las dedicatorias y me exalté, me enfoqué en las iniciales de los nombres: V, I, R, G, E y N. Virgen. Tomé todos los libros y los guardé en una mochila, salí corriendo de la casa y me subí a mi bicicleta. Llegué hasta la falda del Cerro de la Virgen, buscando quién sabe qué. Decidí subir, no sin antes tirar la mochila. Llegué a la cima. Sentí arrastrar las ruedas oxidadas de un carro de supermercado. No me di vuelta, sólo escuché una voz sobre mi hombro, acá ya no necesitamos ruedas, niña, esta es nuestra tierra prometidísima.

                                                                                                                 Autor: Claudio Guevara 

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