Por: Dr. Denis Panozo Villarroel
La esencia del acto médico, pese a todos los cambios tecnológicos y económicos de este tiempo, sigue dependiendo de algo profundamente humano: la relación entre el enfermo y su doctor.
Hace 100 años, fundar un pueblo requería de cierta institucionalidad donde no podía faltar el cura, el profesor y el médico. El delantal blanco y el estetoscopio, para muchos, eran comparables a la sotana y al báculo del clero, dado que en sus manos se jugaba el bienestar y la vida de las personas.
Ese paciente que se entregaba sin más en las manos de su doctor, esperando ser salvado, muchas veces sin siquiera querer saber cuáles eran las características del mal que le aquejaba o los efectos colaterales de su tratamiento, ha ido cambiando. Consecuentemente con ello, también ha ido variando el rol del médico. Este, si bien continúa jugando un papel relevante en la sociedad, ya no es identificado con la imagen unidimensional de un religioso o chaman, sino más bien se le asocia a un mosaico de aspectos que, poco a poco van cuajando en un nuevo rostro para la medicina del siglo XXI.
El aumento de las expectativas de vida, de la información, el avance tecnológico y la influencia excesiva del dinero han modificado los roles y las imágenes que tienen los pacientes de sus médicos y viceversa. Por otro lado, en la medida en que la medicina se encarece y la publicidad arrecia, las expectativas aumentan de modo desmedido. Se esperan resultados garantizados, y si hay algo que la medicina no puede ofrecer, es un 100% de resultados exitosos.
La relación médico-paciente se ha enturbiado. Hoy está inmersa en un sistema legal ávido de negligencias, de buscar crímenes y culpables que en la mayoría de las veces no lo hay, y de un sistema económico que pone al dinero como intermediario de la relación.
En las escuelas de medicinas, a uno le enseñan que no existen las enfermedades, sino los enfermos. Que todos los procedimientos tienen posibles complicaciones, porque la evolución de una enfermedad depende en buena medida de la persona que la contrajo. Por eso resulta francamente injusto que toda complicación o resultados que no cumplan con las expectativas, se le endose al médico como una negligencia.
Como médico, creo que es fundamental entregar los elementos que permitan, a los que están fuera de nuestro ámbito, asomarse a la realidad nuestra profesión de servicio, para que entiendan que en ella no siempre dos más dos son cuatro y la sociedad debe tomar conciencia que el diagnóstico médico se hace la mayoría de las veces sobre la base de “cursos posibles” y muy pocas a partir de certeza. Por último, aunque sea duro, debemos aceptar que la muerte es parte ineludible de la vida.
Los médicos no queremos impunidad por nuestros actos, pero tampoco merecemos vivir y ejercer nuestra medicina en un ambiente de permanente belicosidad y sospecha, que muchas veces nos disminuye e incluso anula en nuestras capacidades, con perjuicio, indirecto pero innegable, para la misma sociedad que servimos. Es así que la mayoría de los médicos, principalmente los más jóvenes prefieren pedir un exceso de exámenes antes de examinar, de esta manera se cubren de una posible demanda a futuro.
Meditemos y reflexionemos todos los involucrados en esta nueva relación en la que debe imperar, por sobre todo, “el humanismo”.