Por: Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hoy más que nunca necesitamos hazañas conjuntas para rescatarnos unos a otros de las muchas cruces impuestas en el diario de nuestra vida, puesto que ha de ser todo más armónico, para poder reflexionar y hacer memoria. Si no se camina en armonía, si no se respeta al análogo, difícilmente vamos a poder construir algo. Es evidente que no se comprende nada de lo que somos sin hacer historia. Realmente es lo que nos orienta. En buena lógica, somos lo que día a día tejemos cada cual consigo mismo y junto a los demás. Bajo esta dimensión de la memoria es importante que recapitulemos con ojos mediadores, hacia la realización de un mundo más sensible, donde nadie quede excluido. En este contexto, tampoco se puede comprender, las singularidades destructivas de algunas gentes, que en lugar de propiciar sosiego, discriminan y siembran el terror.
Ante esta ignominiosa realidad, imagino, que haría falta tomar la delantera, hacer frente a la intolerancia, reconstruir vínculos, perdonar de corazón y defender los derechos humanos por doquier. La referente actividad del Secretario General de la ONU, António Guterres, que recientemente hizo sonar la campana de la paz de los jardines de la ONU, en Nueva York, con monedas y medallas donadas por los Estados Miembros, el Pontífice y otros individuos, entre los que se incluyeron niños de más de sesenta países, durante la ceremonia anual, para llamar a pensar en el sufrimiento y devastación que causan las guerras y unir a la población mundial a favor de la concordia. Este gesto, naturalmente, ha de ayudarnos a modificar actitudes. A propósito, también señaló, el citado director administrativo de la Organización, en un vídeo para conmemorar la efeméride del 21 de septiembre, que “no debemos permitir que grupos de interés, ambiciones nacionales o diferencias políticas hagan peligrar la paz”. Ciertamente, sin conciliación nada subsiste, tampoco el progreso ni el bienestar que tanto vociferamos y requerimos.
Dejemos, por consiguiente, que la historia nos purifique el curso de los hechos. Hemos de tomar con valentía horizontes nuevos. Decirlo es fácil, hacerlo ya es más difícil. Indudablemente, tenemos que batallar todos los días contra las amargas injusticias que se producen en este mundo. Infinidad de mártires pueden testimoniarnos su manera de obrar contra ese brío de maldad que pretende ahogarnos. Pensemos, además, en tantas familias que viven en la desesperación permanente. Por eso, es tiempo de acoger, de prestar atención a esos caminantes que piden nuestro auxilio en cualquier esquina del camino. Es hora de abrazarnos, de llorar y de reír juntos, de donarnos y de mostrar nuestra mayor esperanza por el bien, que es la mejor bondad que podemos y debemos injertarnos, ante una humanidad tan pasiva. Recordemos que unos 815 millones de personas en el planeta sufren hambre, lo que representa el 11% de la población y la cifra más alta en la última década. Lo acaba de refrendar el director adjunto de la División de Economía del Desarrollo Agrícola de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con estas palabras que debieran ponernos más en ejercicio: “la tendencia observada en los últimos diez años no sólo es que ha crecido el número de conflictos, sino que además son trances que se han tornado más complejos y difíciles de resolver, entonces estamos viendo que la mayoría de las personas que sufren de hambre y desnutrición precisamente viven en países que están experimentando luchas”. Desde luego, deberíamos aminorar esta injusta descripción. De lo contrario, no se va a eliminar el hambre en el año 2030, tal y como estaba prometido en la añorada agenda de los buenos propósitos.
Sin duda, ha llegado el momento de pasar de las promesas a las obligaciones concretas. No olvidemos que somos historia, pero también esperanza. Deberíamos serlo para esos 155 millones de niños menores de cinco años que tienen retraso en el crecimiento, mientras que 52 millones están por debajo del peso recomendado para una buena salud. De igual modo, hemos de extender nuestra ocupación y preocupación por enfermedades como la anemia entre las mujeres y la obesidad adulta, lo que nos exige esfuerzos renovados y nuevas formas de trabajar colectivamente, sin tantos intereses, subrayando la importancia de hacerlo sosegadamente. Para desgracia nuestra, hemos pasado de ser personas con anhelos de entusiasmo por vivir mejor cada día, humanamente hermanados, a ser provocadores permanentes unos contra otros, inhumanamente repelentes. De ahí, la imperante necesidad de abrir nuevas sendas de unidad en las que todos tengamos voz para apagar las tinieblas del odio y encender los caminos esperanzados de la luz. Tengamos presente que, un amanecer acorde a todo espíritu pueda dar lugar a otro, y a otro, y al siguiente, hasta llegar al abandono y a la entrega de las armas.
El testimonio del pueblo colombiano, dispuesto a respirar en justo ritmo de correspondencia humanística, es una de las mejores noticias que se está produciendo en el mundo en estos últimos años, y esto hay que aplaudirlo y celebrarlo, porque no es fácil cerrar heridas, renunciando a la venganza para abrirse a la convivencia más profunda. Recordemos las palabras del Papa Francisco en Colombia, justo en el gran encuentro de oración por la reconciliación nacional: “sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz”. El mundo también necesita de una humanidad renovada, dispuesta a transformarse en vida, mediante el impulso y la grandeza del amor auténtico. Quizás sea el momento de escucharnos más el alma, de volvernos más compasivos, a la vez que más humanitarios. Llegado a este punto, siempre lo digo, a los enemigos hay que volverlos amigos; y pensar, en la creación de una verdadera civilización cohesionada, donde prime la cultura reconciliada, que es lo que da impulso a la belleza que nos trasciende.
Sea como fuere, en esta dimensión de la que somos historia y esperanza, hemos de saber que el futuro es nuestro, a poco que miremos hacia adelante. Y en este sentido, ahora es el momento de activar un mundo más unido, más de todos y de nadie en particular. A la par necesitamos protegernos mejor. Si el terrorismo no tiene fronteras, los ataques cibernéticos tampoco y nadie está inmune. No es de recibo que nos dejemos morir en la red, tampoco en el mar, y aun peor, por falta de una atmósfera limpia. En consecuencia; debates muchos, pero decisiones también. Y si el mundo debe hermanarse a través de una unión de libertad, se han de reducir las desigualdades, pues cada ciudadano es por sí mismo un ser tan digno como otro cualquiera. Por otra parte, la fuerza de una ley internacional mundializada ha de reemplazar con urgencia la ley de los fuertes y poderosos, que únicamente les mueve el deseo de impulsar la carrera armamentística. O sea, el negocio. Sirva como argumento el Estado de Derecho en países democráticos que no es facultativo, sino obligatorio. Esto puede ser un buen trampolín para que todo el orbe se sienta más compenetrado, más esperanzado, más vivo en principios y valores. Progresemos, pues, en esa conciencia de rescate, como acción y reacción, bajo el estimulante vital de la confianza. Al fin y al cabo, la realidad puede ser bochornosa, pero tras de sí, todo escampa, retornando a la autosatisfacción del deber cumplido, que es lo que nos hace mantener la cabeza siempre en alto.